La revolución de las faldas

La revolución de las faldas

*Crónica de Alberto Salcedo Ramos, publicada en el libro “Auteco, 75 años de una pasión sobre ruedas”.

 

Una mulata acuerpada aprieta una tuerca, una joven risueña revisa una rueda, una señora plácida le sube el volumen al radio. En la planta de Auteco en Cartagena el mando lo tienen las mujeres. También hay hombres, por supuesto, pero la presencia de ellas es mayoritaria. Cargan, llevan, traen, ponen, quitan, mueven, prueban. Aquello de “sexo débil” es aquí una frase absurda que no pasa por la cabeza de nadie.

 

—¿Sexo débil? –se pregunta Eucaris Gutiérrez Barón con un ademán irónico. ¡Nosotras no somos débiles ni cuando estamos sin almorzar!

Sus compañeras largan la carcajada.
—¿Sexo débil? –repite Maricruz Carmona Sierra. Qué va, eso es puro cuento.

Mujeres, mujeres, mujeres. Miden, desenvuelven, extraen, llevan, desenroscan, acomodan, pintan. Al verlas tan solventes en este oficio que tradicionalmente había sido de hombres, acuden a la memoria los versos del poeta Juan Manuel Roca:
El nombre de Adán, leído en un espejo, es nada.
El nombre de Eva, leído en un espejo, es ave.

Aquí ellas vuelan, ellas cantan, ellas trajinan. Hacen su trabajo con un aire de júbilo que reconcilia al visitante con la vida.

Veinticuatro horas atrás, Maricruz Carmona Sierra aseaba su casa mientras oía música del Joe Arroyo. Era lunes festivo. Ella suele aprovechar tales fechas para realizar algunas tareas domésticas pendientes. Entonces se le da por reordenar los enseres. Es un quehacer tan placentero, dice, que no le parece un oficio sino una terapia.

—Me relaja muchísimo.

Además, esta actividad tan elemental la hace sentir bien consigo misma: le recuerda que ahora tiene un espacio propio donde pernoctar con sus tres hijos. Antes, “toda la tropa” –como califica entre risas a su familia nuclear– vivía “arrimada” en la casa de sus padres.

—Mi papá y mi mamá son las personas más bondadosas del mundo –exclama–, pero uno cuando ya tiene hijos debe independizarse. Es lo correcto.

No lo había hecho antes por su inestabilidad laboral: sólo durante ciertos periodos del año tenía trabajo en una empresa pesquera. Lo que ganaba –menos del sueldo mínimo legal– no le alcanzaba ni siquiera para cubrir las necesidades básicas. Sus padres, aparte de darles techo a ella y a sus hijos, la ayudaban económicamente. Por eso Maricruz dice que antes, cuando hacía el aseo doméstico, no le provocaba oír música.

—No era que me molestara ayudar en casa de mis papás. Por el contrario, lo hacía con gusto porque ellos son muy buenos y además me enseñaron a tenerle amor al trabajo. Pero me ponía triste porque al hacer los oficios siempre recordaba que yo no tenía nada propio: ni muebles, ni utensilios de cocina, ni ninguna otra cosa.

La situación empezó a cambiar con una llamada telefónica inesperada: Adalgiza Forero Valest, excolaboradora de la compañía camaronera donde Maricruz laboraba ocasionalmente, la invitó a su nueva oficina. Allí le propuso participar en el proceso de selección de una empresa que comenzaría a operar en Cartagena.

A partir de ese momento las buenas nuevas se sucedieron una tras otra: fue contratada, recibió capacitación en Itagüí y empezó a laborar en condiciones tan ventajosas que, al poco tiempo, pudo por fin independizarse con sus tres hijos. El apartamento donde vive queda ubicado en el barrio La Campiña.

—Cuando empecé en Auteco pegaba calcomanías y barnizaba, pero he ido ascendiendo rápidamente, y ahora me estoy desarrollando como líder de pintura.

Años atrás, al terminar el bachillerato, Maricruz había empezado un curso de auxiliar contable en el SENA. Pero entonces quedó embarazada y no pudo seguir estudiando. Luego nacieron dos hijos más, y después se separó. En los años más difíciles se negó a verse a sí misma con lástima. Sabía que todo lo que necesitaba para despegar era una buena oportunidad. Gracias al excelente trabajo que tiene hoy decidió estudiar producción industrial. A los treinta y ocho años, dice, todavía hay mucha vida por delante.

Por eso ayer, mientras hacía los oficios domésticos, la sala le pareció más acogedora. Entonces –concluye entre risas– sintió unas ganas locas de bailar abrazada a la escoba.

Una de las primeras ideas de Javier Alfonso Bohórquez Forero cuando asumió la Presidencia de Auteco en 2012, fue crear una planta de ensamble en Cartagena.

Al principio hubo escepticismo ante un camino que era absolutamente inédito, pero como asumir riesgos está en el ADN de Auteco desde sus orígenes, se aprobó el proyecto. La construcción de la planta debía arrancar de cero en un morro del sector industrial.

La propuesta de Javier Alfonso Bohórquez Forero era audaz y novedosa: contratar como
operarias a mujeres cabeza de hogar. Así se le ofrecía una oportunidad valiosa a un sector socialmente vulnerable. Muchas de las mujeres contactadas cuando empezó la búsqueda de personal, hacían trabajos a destajo para compañías camaroneras. Sólo obtenían algún ingreso durante la alta temporada pesquera. De resto, pasaban necesidades tratando de sacar adelante sus familias, y no contaban con seguridad social.

Las mujeres seleccionadas fueron trasladadas a la planta de Auteco en Itagüí. Allí recibieron capacitación intensiva durante más de un mes.

—Esa era la primera vez que viajaba en avión –dice Maricruz Carmona, sonriente–. A varias compañeras de las que iban conmigo les estaba pasando lo mismo.

Luego agrega que jamás se había separado de su hijo menor durante tantos días, pero que no sintió tristeza al hacer eso sino felicidad, pues tenía claro que, gracias a tal sacrificio, podría brindarle una mejor vida.

Inaugurada en 2014, la planta es considerada hoy un modelo internacional: moderna, eficiente, dinámica. Además, ha generado una transformación de impacto donde antes había un agudo problema socioeconómico.

—Es bonito pertenecer a una empresa que influye de manera tan positiva en la sociedad –dice Juan Fernando Agudelo Orozco, Gerente de la planta de Auteco en Cartagena.

En los barrios populares de Cartagena no se necesita nomenclatura para dar con alguien. Allí funciona a la perfección eso que en el Caribe se llama “Radio bemba”, es decir, los parroquianos le informan al visitante, a través de se ñas coloquiales, cómo se llega a un lado o al otro.

Aquí los parroquianos suelen reconocerse entre sí. Se saludan en las esquinas, intercambian viandas a través de las tapias comunes, saben quién es quién de puertas hacia dentro.

Cuando uno arriba al barrio María Cano sólo tiene que indicar a quién busca. Entonces los vecinos que están concentrados jugando cartas suspenden su diversión para colaborar. Uno de ellos pide una referencia.

—¿Ella le dijo, más o menos, por dónde vivía?

—Sí, claro. Que frente al colegio fundado por Shakira.

—Ah, listo, compa, eso es allá “alantico”. Siga caminando por donde va.

Al avanzar una cuadra uno avista otro grupo de jugadores, esta vez de dominó. Desde antes de estar frente a ellos se oye el golpeteo de las fichas contra la mesa de madera rústica.

—¿El colegio de Shakira está muy lejos?

—“Nombe”, ahí mismito. Ya está llegando. Pero ese colegio está cerrado hoy. ¿No ve que es de noche y además es día de fiesta?

—Muchas gracias.

Entonces los parroquianos vuelven a activar su “Radio bemba”, es decir, esa necesidad de saberlo todo. De contarlo todo.

—Díganos a quién busca y nosotros le decimos dónde vive

—Eucaris Gutiérrez.

—Ah, esa es la muchacha que sabe de motocicletas. Sabe más que yo, que las manejo.

En el Caribe es posible hacer el retrato de cualquier fulano antes de dar con él. Las voces se van superponiendo con datos nuevos. Que se ríe bastante, que es morena, que es una muchacha familiar porque saluda con respeto a todo el mundo, y así.

Son las siete de la noche. En la atmósfera se percibe un olor a marisma procedente de alguna ciénaga cercana. En una casa de este tramo se oye esa música bautizada como champeta. Se llama así porque al principio sólo la bailaban los carniceros del mercado, quienes portaban para sus labores un cuchillo enorme conocido, justamente, con el nombre de champeta.

En la música champeta se mencionan con rudeza ciertos desencantos propios de estas zonas: las carencias, las riñas, las dificultades cotidianas. En el pasado reciente Cartagena llegó a tener una tasa de desempleo del 21% y un índice de pobreza del 75%. Los problemas sociales derivados de tal situación se sienten, sobre todo, en los barrios periféricos. Aquí la cultura popular es una forma de resistencia. Lo otro que permite salir adelante es un trabajo digno.

—¿Eucaris Gutiérrez?– pregunta un joven que porta una gorra de pelotero–. Eucaris es seriecita. Trabajadora, compa.

—Esa muchacha tiene una chamba buenísima. Mire, ella vive ahí. Es una casa baja ubicada en una calle empinada. En el patio ladra un perro. Eucaris aparece entonces, sonriente, amable.

—Siéntese. ¿Quiere jugo de naranja?

Por la mañana de este lunes festivo –cuenta– fue a la playa con su hija Karen Andrea, y ahora la estaba ayudando a repasar una tarea que debe llevar mañana. Eucaris fue madre soltera a los veinticinco años. En este momento tiene treinta y tres.

—Me tocó duro porque el papá de mi hija huyó apenas yo le informé que estaba embarazada. Como había estudiado confección de máquinas industriales, empezó a “defenderse” gracias a un empleo temporal que consiguió poco después de haber dado a luz. Pero la compañía quebró, y entonces se vio en aprietos. Un día le cayó como del cielo la noticia de que una nueva empresa que estaba operando en Cartagena les ofrecía oportunidades a mujeres cabeza de hogar.

—Me puse las pilas y, gracias a Dios, me resultó.

—¿De qué forma le cambió la vida el trabajo?

—Del cielo a la tierra. Pude mudarme con mi hija y ahora estoy mirando planes de capacitación.

—¿Qué quiere estudiar?

—Todavía no sé. Me gustan varias opciones.

En este punto el visitante ya ha comprobado lo que decían las voces en el camino: la descripción física, la sonrisa permanente, el trato afable.

Eucaris habla con alegría de su experiencia en Auteco: dice que trabaja en el puesto número diez de la línea de ensamble, y que uno de sus propósitos es capacitarse cada vez más. En su adolescencia no suponía que aprendería sobre motocicletas, y hoy sabe bastante. Por eso, cuando trata de verse a sí misma dentro de diez años, se imagina como una mujer que habrá escalado mucho gracias a sus ganas de adquirir nuevos conocimientos.

—Yo sé hacer varias cosas. Cuando en la línea de ensamble hay una moto Boxer, me toca ponerle la cola y la parrilla. Cuando hay una Platino 110, le pongo las bobinas de alta y el direccional izquierdo. A la KTM le coloco el mofle y a la Pulsar 200, la caja de filtro y el carburador. A la moto…

—¡Qué bien!

Eucaris considera que ya dio un primer paso importante al independizarse de su madre. El próximo será hacerse a una casa propia en un entorno más amable para su pequeña hija.

—Usted no tiene idea de cómo valoran estas mujeres su trabajo.

Lo dice Adalgiza Forero Valest, Gerente de Talento Humano en Auteco Cartagena.

En la forma de ellas asumir sus labores hay un plus evidente –agrega a continuación–. Ellas no sólo sienten que tienen un empleo magnífico: además están convencidas de que eso ha sido lo mejor de sus vidas.

Luego señala que al haber estado aquí desde el momento en que se colocó la primera piedra, han desarrollado un gran sentido de pertenencia.

—Cuando yo vengo caminando por la planta y veo un “sucito” en el piso, me quiero morir. Ahí mismo lo recojo.

Mujeres, mujeres, mujeres.

La de este lado lija un guardabarros trasero, la del frente trastea un freno de disco, la de más allá inspecciona un manubrio. Néstor García Chica, Analista de la Escuela de Destrezas que tiene Auteco en Cartagena, las compara con una brisa porque tienen empuje y además refrescan.

Luego advierte que donde hay mujeres el suelo es más firme. Néstor, huérfano de padre desde niño, fue criado con muchos sacrificios por su madre. Él lamenta que en aquel tiempo las mujeres cabeza de hogar no contaran con una oportunidad como la que hoy brinda Auteco. Eso sí: agradece haber crecido entre féminas –en su casa vivían también una hermana y una tía–, y tenerlas hoy como compañía mayoritaria en el lugar de trabajo.

—Aquí en la costa las mujeres nos dan a los hombres sopa y seco. “Camellan” mucho más que nosotros.

Entonces cuenta que su madre “guerreó” como modista para darles una carrera universitaria tanto a él como a su hermana. A los veintinueve años, Néstor siente que se encuentra en el lugar donde quería estar cuando decidió estudiar ingeniería industrial: en una empresa grande.

—Cuando le digo grande no me estoy refiriendo al tamaño.

—¿A qué, entonces?

—A que es una empresa donde uno puede progresar “de verdá-verdá”.

MUJERES, MUJERES, MUJERES. Mujeres que llevan las uñas limpias aunque se las ensucien, porque a punta de esfuerzo se le escaparon a la derrota que tenían escriturada como destino. Mujeres capaces de echarse el universo sobre la espalda. Mujeres pacientes, valerosas, heroicas.

Mujeres cuyas manos, comandadas por la humildad, le dan sentido a esta historia de pasión que comenzó hace 75 años y que no se detendrá.